La interacción es un viejo deseo del arte: producir una reacción en el público y que esta modifique el impulso que la originó. Muchos han soñado con crear una obra modulable que se adapte a quien la atienda, que su reflejo regrese y se comparta a coro, propagado en una práctica colectiva. Este proceso significaría terminar definitivamente con el monólogo unidireccional, hacia una comunicación verdadera en la experiencia artística.

En el ámbito de la música existen numerosos intentos en busca de este efecto bumerán, pero siempre estuvieron atrapados por las limitaciones tecnológicas del momento. Recordamos el lanzamiento de “Biophilia” de Björk en 2011 como el primer álbum-aplicación de la historia que buscaba la experiencia total del oyente. El disco de código abierto, como invitación a intervenirlo, a participar activamente en su estructura, por fin es una realidad.

Massive Attack acaba de lanzar Fantom, app que convierte en artista a quien la usa. Se impregna de quien la activa gracias a datos recogidos en sus dispositivos, para remezclar las canciones de su nuevo EP. Los propios Robert Del Naja y Grant Marshall la definen como un reproductor musical sensorial.

Fantom funciona con Apple Watch, iPhone 5s o superior y utiliza tu geolocalización, hora del día, imágenes del dispositivo, tu propio movimiento y pulso cardíaco para manipular la música. Además, permite a los usuarios crear y grabar videos para guardarlos y compartirlos.

 

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La app trabaja con los sensores del iPhone y Apple Watch y la propia app Salud que traen estos dispositivos. De este modo, el oyente puede moverse y crear un remix en vivo con un conjunto de imputs único. Además, los usuarios de Apple Watch pueden utilizar su latido del corazón para variar la cadencia harmónica y el ritmo de 4 las canciones disponibles que, por cierto, también podrán escucharse tal y como fueron grabadas.

Robert del Naja ha trabajado en estrecha colaboración junto al equipo de desarrollo y ha explicado que la idea surgió cuando estaban considerando crear remixes para su nuevo lanzamiento y se cuestionaron el hecho de publicar un álbum con temas cerrados, cuando existen algoritmos que pueden hacerlos en vivo y en directo.

Parece que Fantom no va a ser la última innovación tecnológica de Massive Attack. Robert cuenta que se pregunta ¿qué podría ocurrir si en un concierto agregas los datos personales de todas las personas asistentes que se hayan instalado la app? Quizás sería posible remezclar a tiempo real las canciones que están tocando en ese momento y crear una experiencia sensorial en grupo. Es la afirmación definitiva del individuo en sociedad, el gran tema obsesivo que aparece constantemente a lo largo de su obra.

Puedes descargar Fantom en iTunes Store y en App Store.

Controlamos nuestra propia imagen de un modo estricto. En parte, esto explicaría por qué con tanta frecuencia no nos gustamos en las fotografías que nos hacen los demás. Tenemos clara la idealización de nuestro reflejo y rechazamos cualquier cosa que la contradiga. Para reconocerse del todo, esa imagen debe coincidir con la figuración abstracta de nuestro cerebro. Sin embargo, esa representación no siempre se corresponde con el modo en que los otros nos imaginan.

Cuando nos probamos ropa nueva en una tienda, la juzgamos de acuerdo a esos parámetros. No importa que nunca nos hayamos puesto nada parecido, ni si resulta favorecedor: lo admitiremos siempre que se ajuste a la imagen que deseamos proyectar. Cuanto más se desvíe de ese canon, menos tolerancia le mostraremos. ¿Cuántas veces una dependienta ha intentado convencerte sin éxito de que una prenda te queda genial?

La ropa posee una sorprendente capacidad transformadora. Nunca es neutra. Por ejemplo, los figurinistas, al crear vestuario para los actores, les ayudan a construir los personajes que deben interpretar. Podemos sentir ejercer esa conversión al ponernos prendas extraordinarias, al calzarnos unos tacones de infarto, vestir un traje a medida o abrigarnos con un visón. Al elegir nuestra indumentaria, aceptamos la metamorfosis que la ropa ejerce sobre nosotros.

 

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El atuendo infringe ideología sobre el cuerpo, ocultando lo que no debe ser visto y acentuando lo que se desea aparentar. Por eso la sociedad es tan escrupulosa con la etiqueta. En todas las culturas, el saber estar, la elegancia o el decoro están reglamentados para todas las situaciones. La infracción de esas normas estéticas es considerada como una grosería, antes que una muestra de la libertad de expresión.

La ropa que elegimos es una especie de ortopedia de la personalidad. Es un soporte para las identidades y, como tal, evoluciona en el tiempo. La moda influye en ellos y los ajusta un poquito cada temporada. Nos educa para adoptar las tendencias a fuerza de repetirlas, nos gusten o no, hasta que las interiorizamos en nuestra sensibilidad. Esto se evidencia cuando vemos antiguas fotos nuestras, demostrando el largo recorrido que hemos hecho, arrastrados por el estilo a lo largo de los años.

 

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Cuando vestimos ropa que no nos satisface, nos sentimos disfrazados. No queremos vernos así, envueltos en un atuendo que no nos corresponde. En esos casos, la ropa distorsiona nuestra imagen, adulterando nuestra identificación, malinterpretándonos. Solo soportamos que eso ocurra cuando intencionadamente queremos transformarnos en lo que no somos. La mascarada es un ejercicio de despiste que, cuanto más grotesco, más divertido resulta. Muchas personas ven irresistible ese travestismo, reencarnándose en un nuevo ser, pervirtiendo roles, códigos y géneros.

Cuanto más rígido sea nuestro modo de vestir diario, con más ganas nos arrojaremos a quebrarlo con un antagonista. Si en el trabajo nos obligan a llevar corbata, nos sentiremos atraídos por un inverso transgresor. A fin de relajar la tensión de esos convencionalismos, la sociedad tolera situaciones en las que está permitido saltarse las reglas. Halloween o Carnaval funcionan como válvulas de escape en ese sentido. El hombre heterosexual se transforma en mujer, el vivo en zombie, el chico tímido se vuelve valiente, mientras que el más pendenciero de la pandilla tiene licencia para vestirse de cura, de policía, o de Virgen de Lourdes.

Detrás de una máscara somos más atrevidos y audaces. Creemos que la imposibilidad de ser reconocidos nos desinhibe, pero su efecto es mucho más profundo que el simple anonimato. Cuando alguien se caracteriza de tigre, no es una simple persona jugando a rugir y a arañar, su disfraz lo convierte en un verdadero tigre.

 

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Lookbook by Robert Wun

A grandes rasgos, las prendas que llevamos nos transforman en aquello que la ropa dice que somos. Por ese motivo adoptamos un estilo u otro, porque cada grupo social establece su propio código y siempre habrá uno en el que queramos integrarnos. No es necesario que nos gusten las consignas de una tribu, basta con desear pertenecer a ella. Al crear una nueva colección, un diseñador no solo piensa en patrones estéticos, también anticipa qué tipo de personas desea que se paseen por las calles. Proyecta los estereotipos de mujeres y hombres que quiere impulsar en la sociedad y que, preferiblemente, difieran de los de la temporada anterior.

No buscamos un cambio de imagen cuando compramos ropa, pero sí estamos predispuestos a admitir la variación que nos produce. Queremos una actualización que ya hemos elegido y asimilado. Ocurre lo mismo cuando dejamos de ponernos prendas que ya no nos gustan. Ese criterio es parte del estilo, al que se añaden los gestos y el modo de llevar las prendas o los complementos. Todo un conjunto de factores que tiene su propia narrativa y transmite información a los demás, como un abanderado de nuestra forma de ser.

Todo esto se desarrolla en un proceso mental complejo, más intuitivo que racional, y enormemente susceptible a las influencias externas. Buscamos la coherencia entre la forma y el contenido, entre lo que somos y lo que representamos. A eso llamamos, en definitiva, tener un estilo personal.

La próxima vez que te pruebes algo nuevo en la tienda y te mires en el espejo, no pienses si te queda bien o mal, sino en si estás preparado para admitir el efecto que produce en ti. Porque la rigidez con la que nos encasillamos o la pluralidad con la que nos exponemos no dependen solo de la consideración de los demás.

Planificar una campaña viral es algo complicado. Aunque hay estudios que han analizado los ingredientes esenciales que se repiten en todas ellas, no hay una fórmula infalible que garantice el éxito. Podemos diseñar una campaña viral perfecta que no llegue a ser viral en absoluto. El componente fortuito sigue siendo muy grande, porque depende de una chispa detonante que encienda una reacción en cadena.

La campaña del Desafío del Cubo de Agua Helada es el paradigma de la viralidad, pero no fue desarrollada por profesionales del marketing. El año pasado a Pete Frates, jugador de béisbol en la Universidad de Boston, le diagnosticaron ELA –una enfermedad degenerativa que no tiene cura-. Sus compañeros quisieron solidarizarse con él de un modo simbólico, arrojándose agua helada por encima –el efecto del agua helada en los músculos es una sensación parecida a uno de los síntomas de la enfermedad- y desafiando a qué más personas lo hicieran también. Este simple gesto desató una reacción en cadena inesperada.

 

Desde que comenzó el reto,
en apenas dos semanas
consiguió donaciones
cuyo valor superaban
los 32,7 millones de €.

 

Su receta era muy simple: una persona recibía el reto de arrojarse un cubo de agua y donar 10 dólares a la causa. Como prueba, debía grabarlo y colgarlo en internet en menos de 24 horas, aprovechando el vídeo para retar al siguiente eslabón de la cadena.

Este fenómeno viral se basa en un excelente ejemplo de motivación: por un lado, parte de una buena causa solidaria –recaudar fondos para investigación médica y dar visibilidad a una enfermedad casi desconocida- y por otro un buena jugada –el componente de desafío y la mecánica de la apuesta, que pica a los participantes, despertando su rivalidad-.

 

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Entrar en la rueda era fresco, divertido y te hacía quedar como una persona comprometida a ojos de todo el mundo. Sencillamente irresistible.

 

Famosos como Bill Gates,
Cristiano Ronaldo, Jennifer
Lopez, Beyoncé, Justin Bieber,
Lady Gaga, Leo Messi
y Steven Spielberg
participaron en el desafío.

 

Que celebridades de todo el mundo se sumaran a la iniciativa la extendió por todas partes, logrando un estímulo extra: que la gente deseara ser desafiada para participar. Bill Gates, Marck Zuckerberg, Cristiano Ronaldo, Leo Messi, Beyoncé, Justin Bieber, Lady Gaga, hasta Barack Obama –quien hizo un donativo extra sin llegar a mojarse-.
Personas que jamás habrían colaborado en algo así se incorporaron al juego, hasta el punto de casi olvidar la causa que lo provocó. La viralidad encendida escapa a todo control. Mucha gente se bañaba sin hacer donativos o rompiendo las reglas, pero a fin de cuentas, en las dos primeras semanas recaudaron 32’7 millones de Euros.

 

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Hay un debate abierto sobre el precio a pagar por mantener nuestro cerebro constantemente conectado en un mundo digital. Hemos perdido memoria y poder de concentración, pero hemos ganado agilidad mental ¿Somos más versátiles ahora o estamos perdiendo facultades? ¿Los humanos del futuro serán más tontos o serán más listos?

Cuando una nueva tecnología penetra a gran escala en la sociedad, acaba transformándola. Internet es la que más intensamente lo hace. No solo modifica la conducta de las personas, también altera los procesos cognitivos y crea nuevos mecanismos mentales.

La experiencia que vivió la televisión es un buen ejemplo de esto. Nada más llegar a los primeros hogares, se pensó en sus posibilidades pedagógicas. Incluso se llegó a creer que podría sustituir a las escuelas. Sin embargo, desde el principio, los programas educativos fueron minoritarios frente a otros contenidos más insustanciales. Así se ganó el apodo de “caja tonta”. En sí misma, la televisión no hace a los niños ni más inteligentes ni más idiotas. Su poder transformador no depende de qué es, sino de cómo se utiliza.

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La interactividad era el talón de Aquiles de internet. En los 90 se pensaba que si cualquiera podía publicar su opinión en foros y blogs, la red se llenaría de estupideces y se obstaculizaría el acceso a la información fidedigna. Pero esa pluralidad de voces solo es una barrera para quien no sabe buscar.

El problema no parecía estar en perder el tiempo persiguiendo un dato concreto, sino en hacer muchas cosas a la vez. En su libro «¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes? Superficiales», Nicholas Carr alertaba de cómo las multitareas digitales estaban reduciendo nuestra capacidad de concentración. Si educamos nuestra mente favoreciendo lo inmediato, perdemos profundidad en el conocimiento. Podemos apreciar muchos más detalles por segundo, pero no significarán nada después.

 

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Actualmente, la visión de Carr de tontos distraídos tiene sus opositores, para los cuales internet favorece las conexiones entre personas, permitiendo que en la divulgación de opiniones se construyan superestructuras de pensamiento. Clive Thompson, en su libro «Más listo de lo que piensas: cómo la tecnología está cambiando nuestras mentes para mejor», ve el asunto con más optimismo: conceptualmente, internet es una herramienta colaborativa que permite profundizar en cualquier asunto hasta el infinito.

Kevin Drum sospecha en un efecto intermedio: que internet hace más listos a los listos y más tontos a los tontos. Tener éxito en la caza de la información requiere un entrenamiento y una inteligencia previa, que ayude a discriminar entre lo posiblemente cierto y lo posiblemente falso. Sin ella, internet es un laberinto donde rendirse al engaño.

Es pronto para sacar conclusiones definitivas, pero algo es inequívocamente cierto: internet está transformando la manera en que procesamos la información. Nuestra mente es plástica y se adapta a las nuevas necesidades, desarrollando nuevas habilidades y perdiendo otras rápidamente. No solo somos diferentes a nuestros padres, ya somos diferentes a nuestros hermanos, con cerebros que tienen a comportarse como terminales neuronales que trabajan en red.

Las redes sociales conviven en un espacio muy competitivo: las conversaciones entre personas. Pese a ofrecer prestaciones diferenciadas, optan a públicos muy similares; por eso rivalizan unas con otras en un mismo territorio, sin dejar oxígeno para muchas más. Entonces, ¿no es una idea disparatada lanzar una nueva precisamente ahora? Los creadores de Ello, la red social cool y ad-free que analizamos en este post, demuestran que no.

 

 

Aunque tengamos perfiles en varias plataformas, no podemos ofrecer la misma dedicación a todas ellas. Empleamos nuestro tiempo en las favoritas y nos olvidamos del resto. Para no perder su atractivo, una red social debe tener actividad e interacción de las personas. Si nos aburrimos hablando solos, la abandonaremos sin pestañear. Un buen ejemplo es la malograda Google+.

 

El negocio social media

Mantener el servicio de estas plataformas es muy caro. Hasta que se encontró la fórmula para monetizarlas, no había modo de rentabilizar esa inversión. Se intuía el inmenso valor de sus activos si cotizasen en bolsa, pero no se veía claro cómo sacarles partido sin deteriorar la experiencia de los usuarios. Primero se pensó en convertirlas en servicios de pago, pero esto habría ahuyentado a todo el mundo. ¿Cómo explotar esas bases de datos sin generar una estampida? El declive de Twitter es una buena lección para todas las plataformas a las que se les fue de las manos su modelo estratégico.

 

Monetizar los datos
de los usuarios
obliga a una
expansión sin freno.

 

Las redes sociales han convertido a sus feligreses en un producto mercantil. Facebook, junto a su filial Instagram, es la red social que mejor ha sabido hacerlo -de hecho, muchos usuarios todavía no se han dado cuenta-. El éxito de su estrategia se basa en su posición hegemónica. Solo la red social dominante puede vender el lote de la globalidad. Es frecuente escuchar quejas sobre Facebook desde dentro, sin embargo, permanecemos en ella a pesar de todo. Mientras nuestros amigos sigan activos ahí, no habrá un lugar alternativo. Al final, una sola red social acaba por acapararlo todo extensivamente y se convierte en el escenario inevitable donde estar y actuar, excluyendo al resto como plazas secundarias.

 

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El origen de Ello

Ello germinó en repulsa a la comercialización de las personas como unidades de consumo entregadas a los anunciantes. En origen, era una red privada que inventaron un puñado de artistas y programadores de Denver para uso personal. Sus fundadores la idearon como un revulsivo contra el uso comercial de los datos de los usuarios y el declive de las redes sociales convencionales, que habían dejado de ser divertidas, sepultadas por anuncios y la presencia de las marcas.

Abrirla al resto del mundo fue posible gracias a nuevos inversores, que inyectaron más de 10 millones de dólares entre 2014 y 2015, y a que sus creadores se dieron cuenta de que podía cumplir una misión social. Su carácter romántico queda perfectamente reflejado en su manifiesto, toda una declaración de intenciones contra la especulación basada en datos personales y pautas de consumo.

 

¿Por qué es especial?

Desde el primer momento, salta a la vista que Ello no es una red social convencional. Ha sido definida por sus creadores como simple, bonita y libre de anuncios. Su sensibilidad estética y su filosofía activista marcan una enorme diferencia respecto al resto. Viene influenciada por una concepción artística de la comunicación, donde los posts parecen cuadros colgados en las paredes de una galería de arte.

Admite fotografías de formatos gigantescos y aunque ya tiene su app móvil, Ello está diseñada para la gran pantalla. Su interfaz es de una plasticidad experimental, donde la intuición importa menos que la curiosidad por manejarse. Es tan sintético y minimalista que obliga a probarlo todo para descubrir cómo funciona. Ello sigue en beta desde que abrió sus puertas y no ha dejado de incorporar nuevas prestaciones.

 

Ello apela al sentido común
y la responsabilidad
de cada usuario,
sin tutelas paternalistas.

 

El aspecto de la plataforma ya determina cómo utilizarla. Los usuarios advierten enseguida qué cosas están contraindicadas, sin que haya una batería de restricciones. Ello es un santuario para los creativos, como Vimeo respecto a YouTube, donde las normas de validación para todos los públicos resultan innecesarias.

Si cuelgas una foto de pezones al aire, nadie te la censurará. Tampoco te pondrá pegas si no usas tu nombre verdadero –cláusula que introdujo Facebook en su nueva normativa-. Su permisividad alcanza los contenidos porno. No se trata de simple libertinaje, sino de algo mucho más profundo. Ello apela al sentido común y la responsabilidad de cada usuario, sin tutelas paternalistas.

A grosso modo, Ello es una plataforma cuidadísima que hay que explorar y experimentar. Su simplicidad de lenguaje recuerda a los primeros tiempos de las redes sociales, a la ingenuidad y la confianza primigenia que permitía conectarnos con amigos y con desconocidos interesantes, antes de que se popularizaran y se desvirtuasen. Como comunidad, es un anacronismo. Da la impresión que Ello desee ser la alternativa a todas las cosas feas que han traído las redes sociales, pero llega demasiado tarde para corregir nada.

 

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La renuncia a la publicidad

En la plataforma no hay anuncios, ni se comercializan los datos de los usuarios. La diferencia entre una red social libre y una red social vendida reside en su política comercial. Ello se acoge a una nueva modalidad empresarial de EEUU, una Public Benefit Corporation, una empresa con fines de lucro que se destina a la sociedad en su conjunto y no se focaliza únicamente en dar dividendos a sus inversores.

A Ello se le puede reprochar que le falta gancho. Es hermosa, pero no es adictiva. En ese sentido, carece del magnetismo de Pinterest y su pulsión por coleccionar imágenes sin fin. Esto puede verse como una desventaja, salvo que no haya necesidad de competir con las demás plataformas. Monetizar los datos de los usuarios obliga a las demás redes sociales a una expansión sin freno. Esa ambición obliga a gustar a todo el mundo, a ser indeterminadas, inofensivas y redondear su personalidad para facilitar una aceptación universal. Ello no ha sido diseñada para eso. No parece dispuesta a desvirtuarse a favor de la popularidad global.

 

Abierto a colaboraciones con los usuarios

Ello proyecta la ilusión de pertenecer a un club, un santuario que abre los brazos a los descontentos con las demás plataformas. Esto se traduce en la presunción de haber diseñado al fin la red social perfecta, algo del todo incierto. Ello escucha las aportaciones de sus usuarios, ofreciendo un sistema de diálogo y participación. Estar abierto a sus opiniones es la mejor manera de acertar en las mejoras que se desarrollen en el futuro, así como la vía más inmediata de enriquecerse con ideas nuevas y añadir el valor de las colaboraciones desinteresadas.

 

Ello no compite
por un mercado,
sino por una
experiencia colectiva.

 

De Ello, hay que destacar el directorio de comunidades, páginas con contenido específico (arquitectura, diseño, literatura, deporte, coches, etc.) que cualquiera puede proponer a la dirección de la plataforma. Los coordinadores supervisan su viabilidad y dan luz verde. Las comunidades son categorías temáticas cuya gestión es delegada en los propios usuarios. Tienen un moderador a su cargo, con un perfil especial, desde el que administra el contenido. Nosotros tenemos el honor de experimentar esa faceta fascinante: mi compañero Gonzalo Cervelló es el responsable de la comunidad @ellowebdesign.

 

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¿Me la recomiendas?

Antes de sugerirte que abras cuenta en Ello hay que preguntarse cuál es tu relación actual con otras redes sociales. Muchas personas lo harán por curiosidad, o por deseo de estar a la última y probarlo todo, pero posiblemente no logre engancharlas a la primera y desistan pronto.

En ese inmenso museo blanco donde colgar tus colecciones personales, no es raro que, desde el primer momento, personas desconocidas se interesen por lo que haces. Los usuarios son sociables y hospitalarios, manteniendo una buena predisposición generalizada. Por ahora, es un paraíso amable exento de vulgaridad. Además, Ello también es una buena fuente de documentación creativa, donde abundan las recomendaciones de trabajos fascinantes. El intercambio de información aporta utilidad a tener presencia allí.

Ello no compite por un mercado, sino por una experiencia colectiva. Da la impresión que siempre será minoritaria. Hay un grueso estrato social que jamás se interesará por ella. Eso, lejos de desmerecer su valor, mantendrá su integridad a salvo durante más tiempo. Cuando estés harto de las redes sociales, este puede ser tu remanso de paz, tu refugio zen donde desintoxicarse de las conversaciones banales, la gente que grita y el ruido de la desinformación.

Si te animas a estar en Ello, puedes seguirnos en @emilioferrer y @gcervello.