Controlamos nuestra propia imagen de un modo estricto. En parte, esto explicaría por qué con tanta frecuencia no nos gustamos en las fotografías que nos hacen los demás. Tenemos clara la idealización de nuestro reflejo y rechazamos cualquier cosa que la contradiga. Para reconocerse del todo, esa imagen debe coincidir con la figuración abstracta de nuestro cerebro. Sin embargo, esa representación no siempre se corresponde con el modo en que los otros nos imaginan.
Cuando nos probamos ropa nueva en una tienda, la juzgamos de acuerdo a esos parámetros. No importa que nunca nos hayamos puesto nada parecido, ni si resulta favorecedor: lo admitiremos siempre que se ajuste a la imagen que deseamos proyectar. Cuanto más se desvíe de ese canon, menos tolerancia le mostraremos. ¿Cuántas veces una dependienta ha intentado convencerte sin éxito de que una prenda te queda genial?
La ropa posee una sorprendente capacidad transformadora. Nunca es neutra. Por ejemplo, los figurinistas, al crear vestuario para los actores, les ayudan a construir los personajes que deben interpretar. Podemos sentir ejercer esa conversión al ponernos prendas extraordinarias, al calzarnos unos tacones de infarto, vestir un traje a medida o abrigarnos con un visón. Al elegir nuestra indumentaria, aceptamos la metamorfosis que la ropa ejerce sobre nosotros.
Lookbook by Robert Wun
El atuendo infringe ideología sobre el cuerpo, ocultando lo que no debe ser visto y acentuando lo que se desea aparentar. Por eso la sociedad es tan escrupulosa con la etiqueta. En todas las culturas, el saber estar, la elegancia o el decoro están reglamentados para todas las situaciones. La infracción de esas normas estéticas es considerada como una grosería, antes que una muestra de la libertad de expresión.
La ropa que elegimos es una especie de ortopedia de la personalidad. Es un soporte para las identidades y, como tal, evoluciona en el tiempo. La moda influye en ellos y los ajusta un poquito cada temporada. Nos educa para adoptar las tendencias a fuerza de repetirlas, nos gusten o no, hasta que las interiorizamos en nuestra sensibilidad. Esto se evidencia cuando vemos antiguas fotos nuestras, demostrando el largo recorrido que hemos hecho, arrastrados por el estilo a lo largo de los años.
Cuando vestimos ropa que no nos satisface, nos sentimos disfrazados. No queremos vernos así, envueltos en un atuendo que no nos corresponde. En esos casos, la ropa distorsiona nuestra imagen, adulterando nuestra identificación, malinterpretándonos. Solo soportamos que eso ocurra cuando intencionadamente queremos transformarnos en lo que no somos. La mascarada es un ejercicio de despiste que, cuanto más grotesco, más divertido resulta. Muchas personas ven irresistible ese travestismo, reencarnándose en un nuevo ser, pervirtiendo roles, códigos y géneros.
Cuanto más rígido sea nuestro modo de vestir diario, con más ganas nos arrojaremos a quebrarlo con un antagonista. Si en el trabajo nos obligan a llevar corbata, nos sentiremos atraídos por un inverso transgresor. A fin de relajar la tensión de esos convencionalismos, la sociedad tolera situaciones en las que está permitido saltarse las reglas. Halloween o Carnaval funcionan como válvulas de escape en ese sentido. El hombre heterosexual se transforma en mujer, el vivo en zombie, el chico tímido se vuelve valiente, mientras que el más pendenciero de la pandilla tiene licencia para vestirse de cura, de policía, o de Virgen de Lourdes.
Detrás de una máscara somos más atrevidos y audaces. Creemos que la imposibilidad de ser reconocidos nos desinhibe, pero su efecto es mucho más profundo que el simple anonimato. Cuando alguien se caracteriza de tigre, no es una simple persona jugando a rugir y a arañar, su disfraz lo convierte en un verdadero tigre.
Lookbook by Robert Wun
A grandes rasgos, las prendas que llevamos nos transforman en aquello que la ropa dice que somos. Por ese motivo adoptamos un estilo u otro, porque cada grupo social establece su propio código y siempre habrá uno en el que queramos integrarnos. No es necesario que nos gusten las consignas de una tribu, basta con desear pertenecer a ella. Al crear una nueva colección, un diseñador no solo piensa en patrones estéticos, también anticipa qué tipo de personas desea que se paseen por las calles. Proyecta los estereotipos de mujeres y hombres que quiere impulsar en la sociedad y que, preferiblemente, difieran de los de la temporada anterior.
No buscamos un cambio de imagen cuando compramos ropa, pero sí estamos predispuestos a admitir la variación que nos produce. Queremos una actualización que ya hemos elegido y asimilado. Ocurre lo mismo cuando dejamos de ponernos prendas que ya no nos gustan. Ese criterio es parte del estilo, al que se añaden los gestos y el modo de llevar las prendas o los complementos. Todo un conjunto de factores que tiene su propia narrativa y transmite información a los demás, como un abanderado de nuestra forma de ser.
Todo esto se desarrolla en un proceso mental complejo, más intuitivo que racional, y enormemente susceptible a las influencias externas. Buscamos la coherencia entre la forma y el contenido, entre lo que somos y lo que representamos. A eso llamamos, en definitiva, tener un estilo personal.
La próxima vez que te pruebes algo nuevo en la tienda y te mires en el espejo, no pienses si te queda bien o mal, sino en si estás preparado para admitir el efecto que produce en ti. Porque la rigidez con la que nos encasillamos o la pluralidad con la que nos exponemos no dependen solo de la consideración de los demás.